viernes, 1 de julio de 2011

Crítica a la segunda trilogía temática de Ingmar Bergman desde La pasión de Ana

Luego da la perturbadora historia de Johan y Alma Borg en La Hora del Lobo (1968) y de la trágica situación que Jan y Evan Rosenberg atraviesan en La Vergüenza (1968) Ingmar Bergman vuelve a tratar en el mismo espacio y con los mismos intérpretes una nueva historia conflictiva de pareja.
La Pasión de Ana recoge el tema fundamental de las dos obras que la preceden para luego desembocar en el eje estructurante de su trilogía anterior, el silencio. Pero además, rescata hechos, símbolos y tópicos que atraviesan su filmografía desde El Séptimo Sello (1957). Con todo esto, el film logra solidez en todas sus partes bajo una visión global que ya son marca del estilo Bergman.
Nuevamente la isla de Färo es la única locación de la película y nuevamente son Liv Ullmann y Max Von Sydow quienes darán forma a los personajes de la trama. Pero esta vez, además serán sus lados reales los que ocupen por momentos la pantalla marcando la evolución en la trilogía del elemento que ordena la historia. Si en La Hora del Lobo la acción se desencadena desde una obsesión del personaje femenino arraigada profundamente en la trama y en Vergüenza es ya el contexto (la guerra) lo que determina esa relación de pareja, en La Pasión de Ana será la realidad sin adornos la que irrumpa en la ficción y estructure la obra.
Los cuatro actores tienen su espacio de unos minutos dentro del film para desde el set y a modo de entrevista definir a los personajes desde los aspectos que más dificultan su representación. De esta manera, los testimonios interrumpen a la ficción sin previo aviso y dividen la obra en cuatro momentos. Pero a diferencia de lo que lógicamente pudiera esperarse, estos separadores no anteceden al episodio cumbre del personaje del cual hablan, sino que están ubicados en los espacios de la historia donde la tensión en el plano de la ficción está puesta en su antagónico.
En cuanto a su tema, no sólo importa el conflicto de la relación de pareja, sino que también se retoma el tópico de la trilogía del silencio. La obsesión que recorre a las mujeres en estas últimas tres películas es la de creer que toda persona con el tiempo llega a parecerse en sus gestos y pensamientos a su pareja. Esta obsesión vuelve a actualizarse en La Pasión de Ana con un interesante giro. Ana Fromm, quien ha perdido a su marido Andreas en un accidente en la misma isla donde ahora vive junto a una pareja de amigos, se enamora y comienza una relación con el vecino divorciado Andreas Winkelman. En el afán de entender su historia de amor pasada como dos que fueron uno, Ana desdobla ahora a su marido en su presente y lo materializa en el otro Andreas. Esa es su obsesión, su pasión, la que recae sobre un personaje que ya sufrió demasiado y que antes de conocerla ya se admitía como incapaz de sentir. Este estado de Andreas no llega a evolucionar, por más que Ana intente transformarlo a la manera de su difunto esposo, él no será capaz de soportar el cambio. “No puedo hablarte ni mostrarte que soy feliz” le confiesa él para luego terminar de cerrar el tema de la primera trilogía con un “Quiero moverme, no puedo”.  Y así su silencio es físico, su silencio es la inmovilidad a la que el sufrimiento lo fue atando de a poco.
Además, antiguos temas como el cuestionamiento de la fe, la maternidad interrumpida y símbolos como el tablero de ajedrez o la lámpara de aceite utilizada en las dos películas anteriores se conjugan en la historia de La Pasión de Ana. Todo bajo una técnica que ya adquirió perfección absoluta. Los típicos planos cortos del director pasan a través de precisos movimientos de cámara a planos largos de lograda profundidad. La locación es una vez más la misma, pero al mostrarse desde una técnica madura y con el uso por primera vez del color, la isla parece otra ante nuestros ojos. Las atmósferas esta vez pueden traducirse en tonalidades y es por eso que hay escenas completamente tiradas al rojo, hay composición de formas por sus sombras y un interesante uso del gris en distintas tonalidades para ambientar los momentos del sueño.
En cuanto a la mayor obsesión de Bergman, los primeros planos, hay una autorreferencia interesante que deja en claro la dedicación apasionada que hay detrás de cada logrado fotograma de una expresión facial. El fotógrafo Elís Vergerus admite al mostrarle su trabajo a Andreas tener una “obsesión por los rostros” mientras cientos de imágenes de caras en blanco y negro se despliegan por sus manos.
La pasión de Ana cierra esta segunda trilogía temática y desde la novedad de la implementación del color logra regresar a antiguos temas – obsesiones de Bergman desde su contenido y su forma para mostrar una historia diferente signada por la angustia que vuelve a cautivar. Gisella Ferraro

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